miércoles, 23 de octubre de 2013

Tal vez estamos envejeciendo

Karen es mi mejor amiga. Lo que llamamos amistad, usualmente consiste en vagabundear por las calles de Miraflores, conversando y adquiriendo latas de chelas en puntos aleatorios. Si la vida fuese un vídeo-juego, nosotros seríamos como Donkey Kong y el otro monito haciendo checkpoint en grifos y supermercados: un par de latas en el Vivanda de Pardo, un par en Schell, otro par en Vivanda de Benavides, tal vez una en el Piers o Berlín, que diablos. Bueno, la cosa es que hoy quedamos en vernos, pero como yo estoy hasta el tope de alcohol, le digo: Karen, ¿podemos tomar un café esta vez? Me dice: Perfecto, yo también estoy en plan cero chela. Así que quedamos en el Kennedy. Pero como ella se tarda, me siento en una banquita a leer el manuscrito de su nuevo poemario que me ha mandado por la tarde. Me siento a leerlo bajo un árbol de gatos. Ya me habían contado que los gatos del parque forman pandillas y suben a anidar a los árboles como monos. Me lo habían contado pero nunca lo había visto. Él árbol que tengo a mi derecha no mide más de 3 metros pero carga -hasta donde alcanzo a ver- con ocho mininos. Cuelgan de las ramas como gordos racimos de uvas en una parra. Racimos que maúllan. Yo también les maúllo MIAWWWWW MEAOOOW. Uno me mira fijamente pero a la mayoría le vale verga mi maullido. Sigo leyendo los poemas. Por fin Karen me mensajea. Quedamos en un cafecito frente al María Angola. Me dice que nunca ha estado ahí. Yo le cuento que aquí estuve una vez, tomando cervezas con Fernando, antes de un concierto de Molotov. Ahora sin embargo, no hay una sola cerveza sobre la mesa. Pedimos dos cafés, un tamalito, una salchipapas especial para compartir y un jugo surtido. ¿Qué nos pasa? le pregunto ¿Qué diablos hacemos tomando jugo surtido a las 9 de la noche? Karen se ríe. Me dice: tal vez estamos envejeciendo. Asustados, postulamos otras teorías: ambos atravesamos días felices como Richie Cunningham y Fonzie. Las endorfinas hacen pogo suficiente como para alborotar lo que antes alborotábamos con alcohol. Pagamos. Caminamos un rato más y luego nos despedimos. La dejo en casa de su chica. Yo me voy en busca de mi bicicleta que he dejado atada frente al Pacífico. De camino, cruzo nuevamente por el parque y paso junto al árbol de gatos. Me veo a mí mismo en la banquita, leyendo el manuscrito de Karen y maullando a los gatos. Entonces siento algo como una visión del futuro y digo: No, Karen, nosotros no vamos a envejecer. Algún día usaremos bastón, claro, y necesitaremos lentes más gruesos, y se te caerán las tetas y yo compraré viagra para hacerle el amor a mi mujer. El tiempo, como un remolino, me arrebatará la cabellera y a ti los dientes. Tal vez un día le acariciaré la cabecita a uno de tus nietos y tú le comprarás un balde de legos al mío. Nuestra diversión máxima será perseguirlos por el jardín, a lo mejor con un gajo de naranja entre los dientes, y no habrá latas de chelas ni caminatas sino tal vez parrillada familiar y media copa de vino, pero mientras sigamos leyendo nuestros últimos manuscritos y le maullemos a los gatos, la vejez será apenas un traje en el ropero de la vida, un traje que los días nos pondrán en la espalda como un atardecer, pero que nosotros nos sacudiremos cuando se nos dé la gana.

1 comentario:

Anónimo dijo...

...y sérá como el final de "Quiéreme si te atreves".